sábado, 21 de julio de 2012

Lo que vì ayer en la calle.....

Lo que vi ayer en la calle y una cosa que leí hoy me hicieron acordar de Juancito. Yo viví quince años en Tucumán entre Azcuénaga y Larrea, pleno Barrio de Once, barrio al que amé y detesté por igual. Esas contradicciones que hacen que todavía ese amor sobreviva y persista en el tiempo. Por eso mi corazón se acelera cuando voy cruzando Corrientes y Pueyrredón. Y Por esos sentimientos ambivalentes, he apreciado enormemente a las películas de Burman, he aprendido a ver lo cosmopolita de esa zona, todo junto metido en pocas cuadras- riqueza simulada y no tanto, pobreza, culturas distintas, credos diferentes, negocios, cosas y gente legal e ilegal también. He llorado y sufrido por la tragedia de la AMIA. Y cuando llegó el momento y los fantasmas y el barrio me asfixiaban decidí dejarlo.
Pero volvamos a Juancito. Yo vivía a mitad de cuadra de la calle Tucumán, más específicamente número 2430, en un edificio antiguo que tenia dos jardines llenos de hortensias, árboles y muchos pájaros. Entrar a ese edificio hacia a uno olvidar que se encontraba en un punto neurálgico de la ciudad, porque además el jardín del fondo lindaba con la sinagoga de la calle Lavalle y muchas veces los cantos religiosos se entrelazaban con los cantos de los pájaros, compitiendo de rara forma por ver quien ganaba la partida, lo que daba una atmósfera sumamente especial.  Para salir a la calle desde mi departamento, había que bajar una escalera ancha, atravesar el primer jardín adornado de hortensias violetas y rosas, y damas de la noche, y continuar por un pasillo ancho, neutro muy muy largo. En ese pasaje hacia la urbanidad, los cantos de los pájaros iban perdiendo intensidad a medida que se incrementaba el sonido de las bocinas, camiones, carritos con mercaderías,  y voces de muchos transeúntes apurados. Al abrir la enorme puerta de hierro negro y vidrio con diseño marítimo, el ruido te abofeteaba en la cara si era día de semana. En cambio, luego de la primera estrella del viernes, el sonido cambiaba a un susurro somnoliento.
No recuerdo bien cuando fue por primera vez que vi a Juancito en la vereda de enfrente al abrir la puerta de calle. probablemente noté su presencia en los primeros días porque era inevitable, no tanto por él mismo sino por su bagaje a cuestas.
Juancito, como lo llamó después el barrio, tenía esa edad indefinida de la gente que sobrevive a la intemperie, piel curtida, probablemente ojos color miel con una mirada pura y asustada pero a la vez decidida. Pelo corto o largo según si la policía lo había levantado hace poco y se lo había llevado por un tiempo. Muchas veces se lo llevaron. Muchas veces temí que se hubiera muerto cuando al salir no veía su presencia en mi paisaje cotidiano. Muchas veces volvió, es más siempre volvía.
La decisión de Juancito de vivir en la vereda de la casa tomada de enfrente a mi edificio trajo enorme repercusión en la cuadra. Ahí se expusieron las distintas formas de reaccionar del ser humano y en última instancia el don de gentes de los vecinos. Unos dijeron que había que llamar a la policía. Otros tuvieron pena.Otros pasaban sin mirarlo. Otros lo discriminaron. Muchos lo adoptamos.
 No era solamente la presencia de Juancito, ese linyera, como lo llamaban algunos.No solamente cargaba con la marca de serlo, sino que traía otro problema. Le encantaba acaparar cosas y cocinarse. Siempre se las ingeniaba para armarse un carrito, de dimensiones variables con el tamaño de los materiales que iba encontrando, pudiendo convertirse en trencito, por la unión de varios carritos a la vez. En construir su carro o tren ponía una dedicación maravillosa, casi artesanal, y cuando su faena estaba concluida se dedicaba a juntar cosas que a primera vista podían parecer basura pero en definitiva tenían funcionalidad para él. Una silla, un espejo, cacharros y en una época un perro que lo amaba incondicionalmente. Finalmente los vecinos que lo rechazaban fueron asimilándolo al paisaje y en voz alta no se quejaban. Juancito ponía su tren en la calle y luego a las nueve de la mañana cuando los camiones de once invadían todo, subía el tren a la vereda para que ellos estacionaran. Si uno se acercaba y lo saludaba o le daba comida o abrigo, él siempre era atento pero segura ensimismado en juntar sus cosas y sus pensamientos.
Sin embargo, aunque ya no se dijera en voz alta que fastidiaba, Juancito de vez en cuando debía irse. Por unos días no lo veía, pero con el tiempo descubrí que si no paraba en Tucumán y Azcuénaga probablemente se encontrara con su carrito en la calle Larrea, esa la de la Iglesia Monserrat. Pero luego volvía. Llovía, él estaba. Con Frío, él estaba. Prendía una fogata chiquita en una lata y se cocinaba o arropaba de la intemperie.
Sin embargo la maldad existe y muchas veces le robaban su carro y él volvía a empezar. Eso me impactaba. Su decisión de volver a juntar, de no claudicar. Eso llegó al extremo cuando una vez no lo vi y me contaron que algunos de los que vivían en la casa tomada le prendieron fuego las cosas y le tiraron querosen con tanta maldad que lo quemaron a él y tuvieron que llevárselo a curar. Cuando volvió lo vimos llorar probablemente por la pérdida de sus tesoros, que para otros seguramente fueran estorbo y basura, pero para Juancito no. Era lo que había logrado. Sin embargo volvió a empezar, una y otra vez.
Pasaban los años y yo en ese momento creía que uno podía especular sobre el futuro, hacer proyecciones de los sucesos venideros, ahora intento no hacerlos porque siempre he fallado. Pero en ese momento yo pensaba que Juancito se iba a morir antes que mis tías abuelas que vivían en mi mismo edificio. Se me había antojado creer que si bien ellas parecían mas grandes que Juancito, los cuidados médicos, la salud buena que tenían, la comida sana y el vivir en un hogar iba a hacer que murieran mucho después. Sin embargo pasaron ocho años de la muerte de mi última tía abuela y me han contado por ahí que hace un año aproximadamente han visto a Juancito por el barrio. Probablemente siga juntando sus tesoros, volviendo a empezar cuando se los roban, soportando el frío y la intemperie, el calor, la humedad, el hambre, la soledad, el desamparo, la enfermedad, la falta de todo porque lo que junta hoy se lo roban mañana. Pero sigue, y pienso que para mi Juancito sigue siendo un misterio. Algo irresuelto, no se si un santo o un loco bueno. Pero si es seguro  que tuvo madre (porque alguien lo ha parido,) probablemente algún amigo, una mujer que lo amara alguna vez. Sigo preguntándome porque eligió esa vida. Sigo preguntándome que lo llevó a esa decisión. SIGO PREGUNTANDOME SI REALMENTE PUDO ELEGIR







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